He escuchado la frase “estar en el mundo, pero no ser del mundo” a lo largo de mi vida. Aunque esta frase no está en la Biblia, el principio está implícito en toda ella. Culmina en la oración de Jesús por Sus discípulos en Juan 17:15-20:

No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos.

Jesús reveló que somos tanto “enviados” como “santificados”, enviados al mundo para ser sal y luz, pero santificados (“apartados”, “hechos santos”) del sistema del mundo que a veces se opone a las cosas de Dios.

Confieso que ha habido ocasiones en las que me he inclinado hacia los extremos. A veces estaba tan alejado de la cultura que no interactuaba con ella. Sin embargo, también hubo momentos en los que estaba tan inmerso en la cultura que me parecía a ella, sin reflejar a Cristo.

¿Cómo debería un cristiano mantener el equilibrio entre ser enviado y estar apartado? Aquí hay algunos principios a considerar:

1. Reconocer que la santidad proviene de pasar tiempo con el Señor, no de separarnos de los demás. Cuando era joven, pensaba que tenía que deshacerme de todo y todos los que no fueran cristianos. Eso incluía a amigos no cristianos. Al mirar hacia atrás, veo que me volví crítico y autosuficiente. Mi vida se parecía más a la de un fariseo que a la de Cristo.

Jesús oró: “Santifícalos en tu verdad. Tu palabra es verdad.” La santificación, el proceso de volverse santo o apartado, proviene de donde enfocamos nuestra mente y corazón, no de a quién evitamos. Jesús modeló esto al pasar tiempo a solas con Su Padre (Marcos 1:35) pero también al pasar tiempo con la gente, incluidos aquellos que no conocían al Señor (Mateo 9:10).

Lo mismo debería ser cierto para nosotros. Enfocar nuestra mente en Cristo nos permite operar dentro de la cultura sin convertirnos en parte de ella.

2. Recordar que acercarse a Dios incluye acercarse a aquellos que no lo conocen. Observa las propias palabras de Jesús que reflejan Su corazón por los no alcanzados:

“Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.” Lucas 19:10

“Al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor.” Mateo 9:36

Al permanecer en Su presencia transformadora, Él renueva mi corazón para reflejar el Suyo, incluyendo Su corazón por aquellos que no lo conocen.

Estoy convencido de que si no salgo de mi tiempo con Dios con un mayor deseo de alcanzar a las personas para Dios, necesito reevaluar mi tiempo con Dios. Volverse más como Cristo significa amar a aquellos que no conocen a Cristo.

3. Confiar en el Espíritu Santo. Jesús les dijo a Sus discípulos:

Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros. Juan 14:16-17

Navegar por territorio extranjero es desafiante. Necesitas un guía. También necesitas poder para vivir una vida como la de Cristo en un mundo sin Cristo. El Espíritu Santo provee ambos.

El Espíritu Santo nos permite vivir para Cristo, amar a los demás como Cristo y testificar de Cristo a aquellos que no lo conocen. Sin Él, no podemos hacer nada. (Juan 15:5)

4. Reflexionar sobre la gracia de Dios. Cuando somos tentados a separarnos de aquellos que no conocen a Cristo, necesitamos recordar que la única cosa que nos separa de ellos es Cristo. ¡Si Cristo no nos hubiera salvado, ¿dónde estaríamos? ¿Quiénes seríamos? Pecadores merecedores de la ira de Dios.

La razón por la que somos enviados y santificados no es por nada que hayamos hecho, sino por lo que Jesús ha hecho por nosotros. Nuestro trabajo es extender a otros la gracia y la misericordia que nosotros mismos hemos recibido compartiendo el mismo evangelio que nos transformó.